La historiadora Cecilia Méndez publica «Violencias fundacionales», un corpus de ocho formidables ensayos que tienen entre sus tópicos el racismo. Uno de sus trabajos apunta al origen de la asociación entre «serrano» y «pobre», una construcción, paradójicamente, promovida y difundida desde el republicano siglo XIX.
José Vadillo Vila (*)
La lectura de los ensayos de la historiadora y catedrática Cecilia Méndez, reunidos bajo el título de «Violencias fundacionales», permite cuestionarnos sobre las ideas preestablecidas que el ciudadano de a pie considera muchas veces verdades irreversibles.
En su
ejercicio intelectual constante, Méndez -profesora de la Universidad de
California (EE. UU.) y columnista de un medio limeño- interpela los problemas
de la actualidad con datos históricos, muchos de los cuales son una constante
desde la colonia o los inicios de la república.
Cecilia
Méndez tiene un atributo adicional: se preocupa por escribir en forma clara. Es
una ensayista que sabe sopesar el uso de las citas en el texto principal, y el
resto lo lleva a las notas de pie de página, para no entorpecer la narración ni
perder al lector en el barroquismo intelectual de otros autores.
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El
amplísimo prólogo de «Violencias fundacionales» es un ensayo per se, donde la autora resume los ocho
textos que forman el corpus del volumen y, desde ahí, da su propia visión sobre
el país actual.
Me
detengo en los tres ensayos de la primera parte del libro, agrupados como
«Racismo y etnicidad». El primero de ellos, «De indio a serrano», busca
responder desde las fuentes históricas, dónde surge el uso despectivo de
«serrano» para ningunear a otro peruano, para hacerle sentir ciudadano de
segunda clase.
Méndez
demuestra que la asociación entre «serrano» y «pobre», como símbolo del atraso
del país, es una construcción creada por la intelectualidad limeña desde fines
del siglo XVIII, en las páginas de Mercurio
Peruano. Sobre todo, esta asociación serrano-pobre-atraso se difunde y se
vuelve estigma durante el siglo XIX republicano. Es decir, la autora
desmitifica esta idea de que el racismo hacia el serrano es una herencia
colonial.
Son
también el siglo XIX y la república el contexto cuando se crea la división
«geográfica-racial», también vigente, casi institucionalizada por varias
generaciones de peruanos, que hace mucho más lento la apuesta por una sociedad
más horizontal.
Fijar
la mirada sobre el siglo XIX es fundamental en este trabajo de Méndez. Es el
momento histórico-temporal cuando surge el país conformado por «tres regiones y
dos razas»; es decir, de un país dividido en costa, sierra y montaña (o selva);
donde en la costa viven los blancos que progresan, en la sierra los «indios»
que viven en atraso, y en la selva los «chunchos», a los cuales ni se les
menciona, permitiendo así los abusos en el nombre del progreso. Esta geografía
es una construcción que se enseña desde la escuela y ha permeado a la
intelectualidad, a los artistas, a los escritores, a los líderes de todas las
tiendas políticas del país.
En
esta construcción, dice, han sido vitales los libros de geografía Mariano Paz
Soldán (1865) y de Carlos Wiese (1889), cuyo eco repercute más de un siglo y
más después. Para Cecilia Méndez, y no se discute, hoy resulta casi imposible a
los peruanos pensar nuestro país de forma distinta, a pesar de trabajos como
los de Javier Pulgar Vidal y los ocho pisos altitudinales, que se promovió
durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado.
¿Cuál
es el efecto? Que esa mirada de tres regiones y dos razas ha invisibilizado las
variedades de ciudadanos, culturas y pueblos que conforman el país. Solo así se
entiende que en imaginario no existen «indios» en la costa (a pesar de los
vestigios y los constantes descubrimientos de sitios arqueológicos frente al
litoral y las más de 400 «huacas» en Lima Metropolitana).
Y,
por otro lado, que la presencia de lo español en la sierra, vigente en diversas
manifestaciones culturales y étnicas, también se haya invisibilizado en ese
imaginario. Las iglesias, las vestimentas, las construcciones gramaticales, las
danzas, hablan de esas herencias, junto con los rasgos y los apellidos de
ciertas gentes, gritan esa presencia, ese mestizaje. Al respecto, José María
Arguedas realizó un trabajo pionero en la antropología con su tesis doctoral, Las comunidades de España y El Perú,
defendida en 1963, reeditada en el 2022.
Sostiene
Méndez que se dieron intereses económicos para subyugar lo andino al atraso y a
la pobreza, quitando su participación económica que, paradójicamente, sí se le
reconoció durante la colonia.
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En
concatenación con ello, en otro ensayo, «Incas, sí; indios, no», la
historiadora analiza cómo la rebelión de Túpac Amaru II se convirtió en un
parteaguas: se trató de la gran oportunidad de los criollos para construir su
identidad sin cortapisas ni competencias: «erradicaron» del poder a los
caciques y a los descendientes de los incas. Para Méndez este momento es
crucial para el escamoteo que las élites oligarcas hicieron, desde el siglo
XIX: tomaron ciertos atributos incas y dejaron de lado a los «indios».
El
odio visceral promovido desde Lima y Trujillo al general Santa Cruz y la
Confederación Peruano-Boliviano, permitirían consolidar esta mirada contra lo
andino durante la república. Calco de la relación que permanece hasta hoy,
entre el centro del poder y los poderes provincianos. Méndez sitúa en este
episodio parte del germen del racismo, disfrazado de supuestos intereses
nacionales.
La
autora se detiene en este aspecto, en la figura del escritor Felipe Pardo y
Aliaga (1806-1868), cuyos textos fueron cerbatanas, llenas de prejuicios
racistas, contra sus adversarios políticos y bases para el imaginario colectivo
del país actual. El poeta conservados a ultranza fue quien fijó adjetivos
calificativos como «bruto», «impuro» y «vándalo», entre otros, a la figura del
indio. No es gratuito que el padre de Pardo y Aliaga fuese un español que luchó
con Túpac Amaru II, dice Méndez. Tampoco que su hijo, Manuel Pardo y Lavalle,
se convirtiera en el primer presidente civil de nuestra historia, representando
al Perú oligarca. Hay una continuidad de mirada e intereses.
Para
Méndez desde el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (fue en los
tiempos de Velasco que los «indígenas» pasaron a ser reconocidos como
campesinos), estamos ante un nuevo país. Uno violento, claro, pero que tiene
sus búsquedas y esperanzas, las que dependen de los líderes y también de sus
ciudadanos. ¿Qué nuevo camino trazaremos los peruanos al sufragar en las
elecciones de 2026?
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La
autora fue discípula del destacado historiador Alberto Flores Galindo, a quien
dedica el libro, pero objeta las idealizaciones sobre nuestro pasado, sobre la
«utopía andina».
En
otro ensayo de la primera parte, «El poder del nombre», Méndez cuestiona la
mirada sobre los indígenas como personas inocentes. Estudia el caso del pueblo
Iquicha, en las alturas de Huanta, Ayacucho, que había cobrado interés por
Uchuraccay. Iquicha no era parte de un espacio delimitado, sino que estaba
referido a los «patrones de migración periódica». Con ello, la autora
ejemplifica lo que sucedía en diversos espacios de los Andes en los primeros
años de la república.
Es
interesante ver cómo estos ciudadanos de este grupo de etnias andinas usaban a
su propio antojo la adhesión o no a una identidad. Es decir, tenían una
identidad múltiple. Se determinaban como iquichanos de forma políticamente
estratégica o para beneficios económicos frente a los hacendados o cobradores
de impuestos. Desafiaban la mirada paternalista cuyos efectos se vieron por
décadas en los documentos judiciales o en el famoso informe Vargas Llosa, sobre
el asesinato de los ocho periodistas (1983) por manos de los campesinos
altoandinos de Uchuraccay (zona de los iquicha) al ser confundidos por
senderistas.
Cecilia
Méndez analiza cómo la mirada paternalista estatal se utilizó en los procesos
durante el siglo XIX y será un patrón que se mantendrá todo el XX peruano.
Aquella del indígena como víctima, a quien no se le debe de castigar porque no
entiende o ha sido, como señaló el citado informe Vargas Llosa, «víctima de
seducción». Algo que los propios comuneros reafirmaron (a su favor) «somos
hombres ignorantes». Entonces la actitud del Estado se vuelve «más
aleccionadora que punitiva», apunta Méndez.
Tratar
despectivamente a las poblaciones serranas, se traduce también en hacer más
lento el reconocimiento de su heroicidad. En ese sentido, la autora recuerda a
los ronderos, héroes del campesinado frente a la guerra contra Sendero
Luminoso. Que, con justicia, como señala la autora, tras sacrificios, que
costaron vidas humanas, migración forzosa, exigen al Estado, desde la década
del noventa, cuando retornaron a sus tierras, tras la «pacificación», mejores
servicios y vías de comunicación. Son conscientes que lucharon por una nación,
a la cual pertenecen y exigieron mayor conexión al resto del colectivo
nacional.
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El
trabajo de Méndez es valioso porque genera muchas preguntas al lector.
Particularmente, me parece interesante que, tras la derrota a Sendero Luminoso,
desde los noventa estamos frente a una conformación de nuevas comunidades
andinas. Entonces, bajo los reflectores del 2025 habría que preguntarse, ¿qué
sucede hoy en estos pueblos pospandemia, con escuelas rurales y postas médicas
con lo mínimo y miles de adolescentes y jóvenes sin más remedio que sumarse a
los negocios ilegales como cargadores de droga o trabajadores de la tala
ilegal, de la trata de blancas?, ¿cómo impacta en ellos el aumento del costo de
vida?, ¿con una presencia masiva de grupos evangélicos, con el impacto de la
migración venezolana, con lo que fue la llegada de Pedro Castillo a la presidencia?
¿Cómo impacta en este campesinado peruano del siglo XXI y sus identidades el
uso de las nuevas tecnologías?, ¿qué piensan del país y cómo votarán en los
próximos comicios?
Ficha técnica:
Méndez, Cecilia. Violencias
fundacionales. Ensayos sobre racismo, guerra y política en el Perú (Lima, La
Siniestra Ensayos, 2025). Pp. 487.
(*) José Vadillo Vila es
periodista, escritor y cantautor. Ha publicado los libros Historias a babor (2003), Hábitos
insanos (2013), Apus musicales.
Héroes de la canción andina peruana Vol. 1 (2018), El largo aliento de las historias apócrifas (2022) y Mostros
(2024). Como cantautor tiene publicados los álbumes Elemental (2002) y Primera
parada (2016). Fue redactor y editor en el Diario Oficial El Peruano y director del Gran Teatro
Nacional.
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