Por: Winston Orrillo, catedrático y poeta (*)
Es hermoso cómo avanza, incontenible, la feraz narrativa
peruana, y cómo, a pesar del monstruo Vargas Llosa que, mutatis mutandi, caso
Chile con Neruda, podría haber paralizado a los vástagos; aquí, entre nosotros,
se multiplican los buenos narradores, aquellos que no se intentan –hecho
baladí, por otro lado- mimetizar con el penate. La anterior reflexión para
señalar el caso de José Vadillo Vila que, con estilo y temática diferente, abre
trochas y sale bien parado del desafío de asediar a una realidad ciertamente
distinta (y distante) a la del autor de Los cachorros.
En primer lugar,
discrepo cuando se dice, en la contraportada, “el periodista José Vadillo Vila
vuelve al territorio de la narrativa tras una década de su primer libro de
relatos [Se refiere a Historias a babor, 2003]”.
No, el caso de
nuestro autor es el de no pocos que, mientras tanto, pane lucrando, ejercen en
las galeras del periodismo, cuando su verdadera vocación es la poesía o la
narrativa, tanto en la vertiente del cuento como en la novela, pero…
Este pero es que,
entre nosotros, no existe, salvo para contadísimos, la profesión del escritor,
por lo que muchas vocaciones creativas parasitan en las redacciones de diarios
y magazines, en busca de la ansiada fuga hacia el empíreo de la obra personal,
única, intransferible.
Tal el caso de José
Vadillo Vila (Lima, 1977) que, egresado de Comunicación Social de la Facultad
de Letras de San Marcos, publicara el mencionado libro de relatos, y editara
cinco álbumes con el grupo de música latinoamericana, Wayanay y uno en solitario, “Elemental” (2001). Pero,
además, él fue becario de la muy prestigiosa Fundación del Nuevo Periodismo
Latinoamericano que, felizmente, no lo ganó definitivamente para sus predios.
Por eso lo tenemos,
aquí, ahora, de cuerpo entero, con sus relatos de Hábitos insanos (2013) que, además,
son una presea más de Ediciones Vicio Perpetuo Vicio Perfecto, que dirige José
Benavides.
El volumen, con prosa
plástica y perfectamente maleable para las circunstancias de sus relatos, no es
escasa en reflexiones densas, filosóficas, dada la constante presencia de la
muerte y su pertinaz advenimiento; así como el uso de un humor noir (“No quería que Dios la viera mientras se
mataba”), que ejercita con maestría, precisamente como anticlímax en
situaciones francamente intolerables, en las que la violencia –maestro
Tarantino- no tiene mejor solución.
Asimismo, el lenguaje
analógico, la brillantez de los símiles denuncian la madurez del narrador:
“Ahora parece que habría minas antipersonas a la mitad de la cama…” “Aurora,
una espalda fría que te trata como cajero automático”. “…gemía con una voz que
parecía agüita…” “metida en mi dolor, el susurro del río se iba tragando la
risa ya lejana del Yoni…un grito que se iba como al fondo del río y se tragaba
la oscuridad…”
Y son estos recursos
del estilo de Vadillo, los que le permiten, a él y al lector, discurrir por los
meandros de su orbe, en el que, amén de la desvencijada historia de viejos
rockeros, aparece la muerte y la angustia, multiplicadas y multívocas, los
inevitables cuernos y una sangre que no mancha sino que orla el universo
obsesivo de este joven y ya brillante narrador que no vacila en esgrimir su
pluma (no de ganso) para denunciar, en el fondo y la forma, la patafísica sociedad
donde nos arrojaron, sin pedirnos permiso.
(*) Publicado por Winston Orrillo Ledesma el diciembre 24 de
2013
Columna: La Memoria del Aire